Guido Olivieri

Guido Olivieri: la receta del éxito del restaurant Da Guido

Por Guadalupe Burelli

En esta ciudad de cambios incesantes y destinos cortos, el restaurante Da Guido es una rareza. Siempre todo está tan bien como lo hemos saboreado antes, y por eso insiste uno en ese lugar que se resiste a sucumbir a la misma suerte que sus vecinos. La misma impecable y eficiente atención, el pan maravilloso que nos hace pecar con razón, los fettuchinis salteados o al pesto, perfectos, el cabrito al horno, la copa generosa de vino tinto, la espera más que razonable por los condumios elegidos, todo ello nos hace preguntarnos ¿cómo ha hecho Guido Olivieri para mantener por más de 30 años ese sitio de manera tal que no nos somete nunca a las malas sorpresas? Creo que la respuesta está en su presencia siempre atenta a todo en el restaurante, y a la de su mujer en los fogones. Hasta allá nos acercamos para dialogar rodeados de fotos de los personajes importantes de todos los ámbitos que han hecho honor a la cocina y a la hospitalidad de Da Guido. Es que este restaurante ha sido, también, escenario de la historia reciente del país. ¿Qué secretos no guardarán sus mesas?

¿En qué año llegó a Venezuela y por qué?

Llegué a Venezuela el 30 de diciembre de 1954. Venía como técnico textilero de mi pueblo, Valdagno, que es el centro textil de Europa. Cuando llegué, estaba lloviznando, me asusté porque hablaban otro idioma y, aunque yo tenía aquí un hermano que había venido antes, no lo encontraba. Pensaba ¿a dónde he llegado? ¿A dónde voy? Pero Dios es grande, y cuando llegué a la avenida Sucre y estaba buscando la dirección, oí que me llamaban por detrás: ¡Guido! Era uno de mi pueblo a quien tenía veinte años que no veía…

Guido Olivieri

¿A qué se dedicó al llegar?

A los tres días, el 2 de enero de 1955, empecé a trabajar en la Textilería Yacar, en Alta Vista, y luego fui a trabajar a otra compañía textilera que se llamaba Iris, en la calle Colombia de Catia. Aquí empecé como textilero y avancé.

¿Independiente?

No, como encargado. En aquel tiempo ganaba cien bolívares diarios, cuando el sueldo era de cien bolívares semanales, de modo que era un sueldo grandísimo pero trabajaba doce horas diarias. Los sábados y domingos me iba a El Junquito -al restaurante El Pino que era de conocidos-, y un día el dueño me propuso que como yo era amable con la gente, le diera una ayuda los fines de semana trabajando como mesonero, porque los otros días trabajaba en la fábrica. Aunque le voy a decir otra cosa, terminaba el trabajo a las dos de la tarde, y a las dos y media estaba en un taller de reparación electromecánica de un italiano que me daba la comida por la noche. ¿Por qué? Porque quería hacer plata para volver a mi tierra, me sentía ahogado aquí. Después de un año, dos, me dije no, voy hacer un poco de plata y me voy hacer una casita, y así, tengo cincuenta años aquí.

¿Y usted se vino solo?

Sí, después de un año traje a la señora y luego a una niña que tenía y fuimos a vivir a la calle México, siempre en Catia. Como no ganaba suficiente, alquilé un apartamento de tres cuartos con mi señora y alquilábamos dos, con esto nos salía el alquiler gratis.

¿Cuánto tiempo estuvo trabajando como textilero y como mesonero?

Hasta el año 60. En ese tiempo, me llamó un paisano a proponerme montar un restaurante porque ya yo tenía la experiencia, entonces acepté y compré una cuarta parte del restaurante El Faro, en San Antonio de Los Altos, donde duré cuatro años hasta que llegó la oportunidad de esto. También estuve trabajando en la estación de El Baúl.

¿Cómo es eso?

Porque hubo un lapso, entre la fábrica Iris con la Caribe en que estuvieron parados, entonces me ofrecieron ir a El Baúl como capataz de deforestación, y allí estuve un mes. Era un infierno. Después me puse con la cuestión de El Faro donde el acuerdo para empezar era: tú pones la gente, nosotros ponemos el capital. El socio mío era Romeo -el del Vecchio Mulino- y estuvimos seis años juntos. Vivimos allá hasta el 66.

¿Cómo nace Da Guido?

En el 66, un día bajé a Caracas a dar una vuelta y me encontré a Emore Piggi, que me dijo: monté un restaurantico en Sabana Grande y me va bien, tengo quince meses, pero ahora se me enfermó la mujer que hace pasta. Entonces le ofrecí que, si quería, le daba una mano. Me puse en la caja, y a los diez días me pidió que le cuidara el negocio unos meses mientras iba a Italia con su señora. Le dije: Sí, pero espera un momento que le pregunto al cocinero -porque siempre soy precavido- si está de acuerdo en hacer el negocio conmigo a medias, por seis meses. Me respondió que sí y empezamos.

Cuando regresó Emore me quedé un tiempo con él, puso más grande el restaurante, y le propuse que me vendiera la mitad pero a él la idea de tener socio no le gustaba. Pero luego, el 15 de diciembre, recuerdo, lo veía cansado y le volví a hacer la propuesta recordándole que durante los seis meses que estuve encargado le mandé su plata y las cosas funcionaron bien, como nunca. Así que le planteé que se fuera a Italia a descansar un año y le pagaba la mitad del restaurante. Fuimos a la Notaría, le di cien mil bolívares -no tenía ese dinero, tenía ochenta mil, le hice dos giros de cincuenta mil- y el primero de enero se fue a Italia. Todos los meses le mandaba su plata hasta que volvió y entonces me fui un año, en el 70. Por cinco años nos fuimos turnando, un año él y otro yo, hasta que el quinto año me dijo que quería montar una rosticería en Concresa y me propuso que le comprara el restaurante por trescientos sesenta mil bolívares -que era una suma grande en ese año 71- y me daba plazos en doce mensualidades de treinta mil cada una. Acepté, saqué un préstamo y compré su parte.

¿Qué pasó con El Faro?

Lo vendí al socio antes de llegar aquí en el 66.

Su encuentro con el mundo de la restauración fue circunstancial, porque usted iba por otro lado.

Mi lema siempre ha sido: siembra, no mires lo que siembres, que algo recogerás en la vida, en la casualidad encontrarás el modo… ¿Por qué lo encontré? Fíjese, en aquel tiempo aquí se conocía poco la alcachofa, pero un paisano mío la traía de Mérida y yo, cuando pasaba por San Antonio antes de que llegara a Caracas se la compraba toda, así como la trucha y el radicchio. Cuando Emore, que era un amigo, subía a San Antonio, le daba un poco de eso, y él quedaba feliz porque en Caracas no lo encontraba. De modo que cuando encontramos la casualidad hicimos negocio porque teníamos confianza uno del otro: en Italia se dice fiduccia, confianza. Mi lema es haz bien y no mires a quien, a veces no te sale bien, pero no importa.

¿Cómo era Sabana Grande cuando empezó Da Guido?

Era el lugar de la elite de Caracas, había grandes restaurantes elegantes, y uno pensaba que sería así para siempre, pero cuando vi que los negocios empezaron a mudarse a los centros comerciales, a Chacaito y después al CCT, me dije que iban a acabar con Sabana Grande y acabaron, porque donde hay perros hay más perros, donde hay basura hay más basura porque usted tira un papelito ahí y después de una hora va a ver que hay diez papelitos más. Si nadie tira papel es que nadie va, es mi lema.

En los años 50-60 los cafés de Sabana Grande eran un punto de encuentro para los italianos.

Sí, así era.

¿Su clientela era mayoritariamente italiana?

En un primer momento era casi toda italiana, y luego comenzó a venir la gente venezolana de elite, políticos como Betancourt y Leoni, porque siempre tuvo un nivel, todavía viene gente importante… Aquí venían los artistas extranjeros que visitaban el país como Claudia Cardinale, ahí tengo la foto; Fabio Testi, Nicola di Bari, esos de la película Papillon, toda esa gente venía aquí, cantantes como Demis Roussos, Nancy Ramos, Lila Morillo que todavía viene, el Puma que también viene. Hubo muchos restaurantes buenos pero ahora se ha deprimido la zona de Sabana Grande y quedé solo; todavía resisto porque es mi orgullo, no porque necesite, porque con poco vivo y entre más pasa el tiempo menos se gasta, menos caprichos hay.

¿El menú de Da Guido responde a qué tradición culinaria italiana?

Empezamos con dos socios a hacer la comida italiana de nuestra zona, Vincenza. Nos unimos para hacer esos platos que todavía recuerdo que me hacía mi abuela. No es un invento de cocina del otro mundo: la codorniz, el pato al horno, cosas así, muy tradicionales, que vienen de mi abuela porque quedé huérfano de cuatro años y fui a vivir con ella. Fue una crianza estricta, me pegaron mucho, pero me formaron. La abuela no nos dejaba levantarnos de la mesa sin levantar el plato y arreglar la silla. Con ella estábamos varios hombres: mi papá, el hijo, el otro sobrino -porque antes la familia vivía unida- y aunque la costumbre era que las mujeres tenían que hacerlo todo, en casa de mi abuela no era así.

¿Y esas normas severas las ha aplicado usted en su restaurante, con el personal?

Yo pienso que hay que ser honesto consigo mismo, hay que hacer las cosas bien y buscar la honestidad sin tracalear a nadie. Estoy seguro que todo mi personal dice que Guido «es bravo pero es mi papá».

Las veces que llamé para concertar esta entrevista, me sorprendió cómo me hablaban sus empleados de usted: lo llaman por su nombre y con cariño. Su caso no es típico porque en Caracas no suelen durar las cosas tanto tiempo pero aquí usted lo ha logrado a pesar de que, como decíamos, la zona ha decaído terriblemente.

Gracias. Mi señora, Eddy Peserico de Olivieri, que es una gran trabajadora, es la que maneja la cocina. Ahora está de vacaciones por quince días en Italia viendo a los hijos que no quisieron venir, pero normalmente, desde las nueve y media de la mañana hasta las ocho de la noche no suelta nada, sólo dos horas en la tarde mientras estoy yo, y después vuelve ella y descanso yo.

¿Vive cerca?

Al frente, en un penthouse donde tengo una granja de 140 metros donde siembro el radicchio, la salvia, el romero y la rúgula que utilizo en el restaurante. El parmesano lo traigo de Italia en la maleta, la última vez traje treinta kilos en pedazos.

La comida italiana ya forma parte la cultura gastronómica de este país, ¿al principio fue difícil introducir algunas cosas?

No. Los espaghettis los importamos de Italia de la mejor calidad, no es que la pasta nacional sea mala, pero la importada es mucho mejor; y la otra que servimos la hace María, una llanera que hace la mejor pasta del mundo, pero no lo diga ahí porque después me la van a quitar y tiene veintiún años trabajando conmigo. Siempre he usado ingredientes de calidad porque sin calidad no se hace nada bueno. Lo bonito es que la gente siga viniendo. Miro Popic decía una vez que en Da Guido no hay fraude.

Y esto se agradece mucho porque Caracas es una ciudad de muchos fuegos artificiales, cosas que empiezan con grandes explosiones pero luego no mantienen su calidad y desaparecen. ¿Cómo se percibe el país desde un restaurante como éste por donde ha pasado, y pasa, tanta gente?

Hay un detalle que refleja que ha cambiado un poquito la clientela, y es que ahora tengo clientes que pagan al contado. Es un dato curioso porque, fíjese que en Estados Unidos de contado no compras nada y las cartas de crédito sirven para leer quién eres tú mientras que de los que pagan de contado ¿cómo se sabe quiénes son, qué trabajo hacen, cómo manejan un montón de plata? Pero siempre he tenido una buena clientela, nunca tuve una pelea aquí, una discusión, bueno alguna vez alguno que no ha pagado porque no quería pagar y le dije diplomáticamente que cuando tenga me devuelva esa plata, pero ha sucedido raramente en treinta y nueve años.

Estar en contacto con tanta gente debe ayudar a desarrollar muchas habilidades para percibir a los demás.

Yo percibo siempre a los que quieren que les dé fiado, tengo como una cámara de fotografía en la vista y recuerdo cuántas veces ha venido y lo capto. Esa gente que quiere fiado te empieza a hablar, a marearte, pero ya yo sé y les digo: Permiso, un momento, me tengo que ir.

Sus paredes registran años de «historia patria» a través de las fotografías que cuelgan de ellas. Este lugar ha significado para muchos, tan solo el «restaurante italiano», o un lugar de encuentros, pero para otros ha sido un refugio, un espacio para el afecto, el lugar donde tomarse un traguito o comerse una «pastica » sintiéndose como en casa…

Sí, he tenido todo tipo de clientes. Hay unos que se la pasan aquí hasta trabajando, en sus libros, en sus cosas. El miércoles estuvo aquí un cliente amigo y me mandó a llamar. Lo saludé, le bajé una botella de vino y me dijo que el sábado venía a pagarme. Le dije: no es necesario, y cosa increíble, el sábado murió. Vino a darse el placer de comerse y tomarse algo que quería, qué impresionante, como a despedirse… Tu papá venía tranquilo, porque era una persona que no quería que la notaran, como Leoni que vino con Benedetti, su familia y todo. A Herrera Campins le dije que quería hacerme una foto con él y me dijo que más bien él quería hacérsela conmigo.

¿Cuántos hijos tiene, Guido?

Tres, dos mujeres y un varón y cinco nietos. Estudiaron aquí, son universitarios, y se casaron aquí, la primera con español, la segunda con italiano y el varón con una venezolana.

¿Y no quisieron continuar con el restaurante?

No.

Quizás no se arraigaron en Venezuela como otros.

Al restaurante le tuvieron miedo al ver cómo trabajábamos su madre y yo para mantenerlo de pie, no es fácil. Si quieren tener una cosa buena, no una cosa mediocre, hay que estar encima. No es que los demás sean menos que yo, pero cada quien tiene su manera.

¿Quién le hace las compras para el restaurante?

Esa es una organización que tienes que tener. Cuando no me movía nunca sino que viajaba sólo una vez al año, el cocinero me pasaba lo que le hacía falta y yo pedía por teléfono, igual lo de los licores; uno organiza y llega un momento en que llegan los proveedores a ofrecerte la mercancía o tú llamas en la mañana y en la tarde te la llevan. Además, tengo un señor que se llama Alirio que hace de mesonero, pero quiere progresar, así que después del trabajo va al mercado por mí y se gana una plata. El chivo lo traen de Punto Fijo, el conejo viene semanal, los miércoles, si usted no lo cocina al momento que viene no es igual. De mañana, a la que hace el café la llaman de la pastelería -la misma después de treinta y nueve años- para ver qué le hace falta, y en dos horas están aquí; otros proveedores llaman para ver qué hace falta, helados, crema y después de una hora están aquí. El secreto por el que vienen tan rápido es que yo pago de contado.

También ha formado un equipo muy fiel y eficiente que lo ha acompañado durante años, aquí se siguen viendo las mismas caras…

Aquí está mi cuñado Eliseo desde hace treinta y ocho años, y Sandoval, el que está en el bar, que ganó el primer premio mundial de barman en Suecia, tiene aquí catorce. Hay otros que tienen veinte, treinta y siete… así. Le cuento otra cosa que tengo, y es que los empleados me respetan porque lo primero es que a los empleados hay que pagarle lo suyo. Yo les exijo, soy muy duro -cuando me pongo bravo no hay quien me aguante-, pero siempre les doy lo suyo: fideicomiso, cinco días mensual de depósito y su cuenta de ahorro, que no pueden usar sin mi firma y yo no puedo usar sin la firma de ellos, es como un ahorro para que cuando se vayan tengan su plata. Otra cosa, los respeto a todos y ellos me respetan a mí, hasta dicen que cuando Guido está bravo la cosa camina de verdad.

Quizás lo aprecian porque sienten el orgullo de que lo que hacen, lo están haciendo bien.

Ahora me estoy halagando demasiado, pero me siento contento, orgulloso, de tener después de tantos años mi buena clientela. Tengo gente que me hace obsequios cuando viaja, yo también cuando vengo de Italia traigo veinte o treinta corbatas y las regalo, escondido, porque todos son celosos unos de otros. Si me siento en esa mesa y alrededor hay otras mesas y no voy a saludarlos, me ponen cara larga. Les digo que no puedo estar sentado a menos que sea con la mujer más bella de todas. La gente es celosa y yo también lo soy, porque cuando voy a un restaurante que me meten detrás de la puerta o cerca del baño, estoy mal. Aquí sé como tratar a la gente.

Quizás es el secreto.

Y conversar con la gente e ir más allá, y cuando dos están hablando de negocios, se contentan con que uno les de solamente una palmadita; y cuando los novios están peleando, hay que estar lejos, pero si veo que al final terminó bien porque él le besó la mano, entonces en un momentito que pueda le digo: Oye, ¡ese beso de mano tuyo!… ¡Ah… te diste cuenta, mira qué contenta está!

¿Cómo define al venezolano como comensal, como cliente?

El mejor cliente del mundo cuando tiene, porque cuando no tiene, si puede te mete el clavo porque quiere estar, a juro, a la altura de siempre, pero cuando tiene es para todo el mundo, para el cocinero, para el mesonero: es generoso. El otro día me vino la perdiz de Estados Unidos y un cliente satisfecho fue a la cocina y le regaló veinte mil bolívares al cocinero, decía: ¡Así no me la he comido ni en París!

Adentro las cosas se mantienen igual, pero ¿qué ha pasado en el entorno?

Las cosas han cambiado mucho, ahora no saco la basura sino cuando llega el camión porque nunca había visto eso de que estuvieran los pordioseros revisando la basura.

¿Estas son cosas que usted nunca había visto? ¿Y tiene que cerrar más temprano?

Sí, a las diez. Estoy contento porque nunca me han atracado, pero en la noche hay muy poca gente, antes se llenaba más. Lo tengo abierto como hasta las siete y media porque a veces llegan unos de acá y de allá para comer un plato de pasta, y también para que trabaje la gente, porque si no, tengo que retirar a algunas de las cuarenta y tres personas que trabajan aquí.

¿Ha pensado en cerrar?

Muchas veces, porque me encuentro cansado y mi señora también, pero ella tiene cinco años menos que yo y está más fuerte, las mujeres son más fuertes. He leído hoy que en Italia el promedio de vida de las mujeres es de 83 años, y el de los hombres de 77-78, lo que quiere decir que yo, que tengo 76, estoy muerto.

¿A través del tiempo ha mantenido la carta igual?

Igual, siempre igual, la pasta se hace de una manera, la polenta se hace de una manera, hay algunas modificaciones que aportan mejorías, pero siempre son iguales. Nunca he tenido un chef, cuando mataron al cocinero de aquí, este que está aquí era el segundo, la mujer que está ahí, María, pasó a las pastas, mi señora le enseñó, siempre mi señora, no fue que uno buscó un chef. Damos siempre la misma receta porque yo les digo que no hagan inventos, que sigan haciendo lo que le enseñamos.

¿Siguen viniendo muchos italianos para acá?

Muy pocos, vienen muchos que hablan italiano porque son hijos de los hijos, los nietos, pero son venezolanos. Ha cambiado también el gusto de la gente joven, antes a un italiano un espaghetti con tomate no se lo quitaba nadie, ahora sí.

¿Y usted se mueve entre la colonia italiana o no tiene tiempo para eso?

He dejado de ir al Centro Italo, porque es que uno no tiene tiempo para ir, ni entusiasmo, y cuando tengo tiempo estoy cansado, pero antes sí.

¿Y a Italia cada cuánto?

Ah… ¡para allá sí voy! Tengo mi casa, mi hija tiene su casa, mi hijo tiene su casa, el hijo más joven tiene un negocio de ropa de vestir, la otra está casada en Turín con un ingeniero en viaductos, el marido de la mayor, vive aquí y vive allá, tiene casa en Alta Florida, muchos viajes hacemos. A Alitalia la mantenemos viva nosotros.

Hay otras personas, inmigrantes también, para quien Italia es algo que ya fue.

Esa gente, no lo sé, quizás es así por la manera como han vivido, pero en mi casa se habla italiano, el dialecto de mi tierra, el castellano y el inglés, porque mi hijo se graduó en Economía y Comercio en la Universidad de Florida en Miami, y la hija mayor se graduó en Italia. Mi nieta habla francés, inglés, español e italiano, no somos de esos italianos que han perdido el idioma, en la casa hablamos nuestro dialecto, afuera hablamos castellano que, por cierto, lo he perdido, antes hablaba mejor.

¿Por qué no se ha ido Guido?

Yo tengo un rincón allá en mi casa en Italia, con los diablos de Yare, estatuas de los indios del Delta, tengo todas las cosas venezolanas, la bandera, el chinchorro, tengo mi pequeño rincón venezolano donde me siento a hacer mi pequeña siesta. Este país me ha dado tanto en cincuenta años: trabajo, angustias, placer; he gozado mucho también porque si el trabajo te gusta gozas, si no te gusta es un sacrificio.

Usted aquí encontró para lo que era bueno.

Yo dentro de mí estoy satisfecho y que no me hablen mal de nada, porque soy italiano, pero también soy venezolano, no puedo echarme para atrás y le digo a todos esto, no soy un fanático, pero el país me dio mucho y todo lo que tengo, le digo a mi señora, lo debemos a Venezuela, ella me dice: tú has trabajado y yo también, de acuerdo pero hay quien ha trabajado en otro país y no le han dado nada.

O no ha tenido la oportunidad de hacer lo que quisiera.

La oportunidad pasa para todos y hay que agarrarla, porque cuando pasa, es como la plata, que pasa para todo el mundo pero a todos no se le queda pegada. Yo digo una cosa siempre, al final del año algo tienes que haber logrado, porque algo hay que ahorrar para el futuro, por si tienes alguna enfermedad, necesidades, para ayudar a la familia, todo eso.

¿Hay algún secreto de cocina que esté dispuesto a compartir con nosotros?

Bueno, la anchoa es un «remedio» buenísimo para cualquier plato, como un buen queso o la crema de leche…

¿Guido, usted cocina?

No.

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